El bazar de los politiqueros

Lo más entristecedor es que todas esas desviaciones revestidas de “democracia” afectan a los desheredados de toda la vida, a los que a veces, con rimbombancia, han denominado “los nadies”… Casos se han visto, como dejar sin almuerzos a niños desprotegidos. El bazar de la corrupción y la politiquería parece no tener fin.

Los comicios, en su etapa de calistenias y preliminares, muestran en Colombia un azaroso paisaje de sequedades (incluso de cerebros marchitados). Puede no ser nuevo el panorama de farsa y bufones sin talento y sin gorrito con borlas. Viene el despiporre desde tiempos remotos, cuando ni siquiera había derecho al voto, y los que se erigían en “mandacallares” eran títeres y a su vez titiriteros. Se han prorrogado los antiguos vicios, el gamonalismo y los principitos feudales, que resurgen, disfrazados de marimondas o de animeros, en cada contienda politiquera.

Puede ser que después del Frente Nacional, con su bipartidismo hirsuto, si se quiere antidemocrático, los antiguos vicios electoreros (incluido el ejercicio del fraude) se hayan prolongado, como la nariz de un mentiroso de fábula. Y entonces, con reformas políticas, cuya esencia ha sido garantizar, a nombre de una presunta participación ciudadana, que no haya cambios de fondo, sino continuismos.

Antes, era el dominio descarado del bipartidismo. No había más horizontes ni pensamientos ni nada distinto a lo que las oligarquías liberal-conservadoras decidieran a su amaño, con sus manipulaciones ideológicas y con ayudas, como se recuerda, de sotanas y catecismos. Después, cuando se murieron esos partidos, momificados antes de su defunción, abundaron otras maneras de las repartijas de poder en regiones y en el concierto nacional.

Era como si se cumpliera por estas laderas y breñales aquello de “no hay nada nuevo bajo el sol”, porque seguíamos en las mismas, debido a que todos, con distintos vestuarios, eran “los mismos con las mismas”, que ha sido una constante en la política (o politiquería bastarda) en Colombia. Unos agitaban discursos de paz, otros de guerra, y así hemos transitado desde tiempos que se esfuman de la memoria.

Aquí he recordado que, como en un poema del Tuerto López, nos han hecho desgañitar con gritos de “¡viva la paz, viva la paz!”, montados, como el colibrí de la Fabulita del cartagenero, sobre “el anillo feroz de una culebra mapaná”. Claro que al pueblo sí le toca, pero que lo engañen, lo utilicen, lo destrocen, lo vuelvan ropa de trabajo y lo conduzcan de la ternilla, en especial en los días tediosos de las campañas electorales. Como decía hace años (en 1928) el gran ensayista Baldomero Sanín Cano, que la vida política de Colombia era insípida, gris, blanda y desarticulada.

Y hoy, más que insípida, es increíble por lo desabrida y vulgar. Porque cómo va a ser que vuelvan a aspirar a que los elijan (y con seguridad quedarán otra vez de alcaldes, gobernadores, concejales, diputados) politiqueros de probada trayectoria corrupta, con todo un sartal de vicios antidemocráticos, con todas sus putrefacciones y dobleces. Por donde se mire, ahí están de nuevo en los tarjetones “los mismos”, con las mismas baboserías y exabruptos.

Unos van por firmas, otros por partidos de ocasión, no faltan los que tienen avales de cualquier movimiento con personería jurídica de subasta, y en esa fiesta de listas (cerradas, abiertas) vuelven los dómines de siempre, los exmesías (también los promotores de nuevos advientos) a “encabarse” (como en algún juego infantil de canicas) en un intento final, aunque sea repartiendo octavillas de semáforo, por reencaucharse. A uno de ellos lo han visto en estado deplorable, que ni los curiosos ni los habitantes de calle se detienen a observarlo y menos a recibirle sus panfletos.

En esa feria de partidos de coyuntura, de organizaciones de paso que solo revientan cuando hay elecciones, parece cumplirse el apocalíptico dictamen de los doctrinarios y profetas del neoliberalismo del fin de las ideologías (y de la historia). No es necesario tener una idea (¡cuidado! les puede dar un derrame cerebral), sino un aval, que es negociable, intercambiable y, cómo no, desechable si se quiere. No es asunto de filosofía, de programas estructurados, de intenciones de transformar un establecimiento pútrido, ni siquiera de reformarlo. Se trata es de figurar en listas, de aspirar porque el botín municipal, departamental, en fin, es más que una atracción fatal.

Por pueblitos y ciudades, por aldeas y villorrios, lo que se nota en estas campañas electorales son las ganas de acceder, para continuar con el desgreño, la repartija, los antiguos vicios que, en un país de añejas tretas, están siempre a la mano. Lo más entristecedor es que todas esas desviaciones revestidas de “democracia” afectan a los desheredados de toda la vida, a los que a veces, con rimbombancia, han denominado “los nadies”.

Generalizar es mentir. Pero, en casos como el de Medellín y Antioquia, se advierte la presencia de esas carangas que siguen resucitando. Y que, como lo dijo un dirigente (quizá de esos que sí le hicieron caso a la Loa al estudio, de Brecht: estás llamado a ser un dirigente), estos infames van por el caudal de lo que, en esencia, debe ser para solucionar ciertas desventuras de los más pobres y despojados. Casos se han visto, como dejar sin almuerzos a niños desprotegidos. El bazar de la corrupción y la politiquería parece no tener fin.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma

Editado por María Piedad Ossaba